Vivencias y reflexiones sobre mi iniciación masónica

Autora: María José Rodero
Lacrimosa dies illa, Qua resurget ex favilla, Judicadus homo reus.
(W.A. Mozart, Réquiem)
V.•. M.•., QQ.•. HH.•. todos en vuestros grados y calidades:
El viernes 16 de octubre del año 2020 de la era vulgar quiso regalarme mi iniciación masónica, quedando así indeleblemente grabado en el calendario trascendental de mi existencia. Llego a la Logia con la excesiva antelación de las citas importantes, sintiendo el vértigo de quien se sabe estar a las puertas de algo grande, íntimo y transformador. “¿Qué hago aquí?, me pregunto. “Lo mismo que llevo haciendo toda la vida: intentar convertirme en la mejor versión de mí misma.”
Entro con el Hermano y los otros dos postulantes a aprendices en un piso cuya apariencia externa jamás revelaría lo que allí habita. Entrego obediente y confiada las llaves de casa y del coche, mi cartera y el teléfono móvil. Despojada simbólicamente de mis bienes y vínculos terrenales me  siento liberada. Suena el Réquiem de Mozart y el coro Lacrimosa dies presagia implacable el inminente resurgir de las cenizas para ser juzgada.
Con los ojos vendados soy conducida a la cámara de reflexión donde deberé observar con atención lo que me rodea, intentando desentrañar su significado y cumplimentar un cuestionario. Abro los ojos. Lo que veo me impresiona pero no me asusta; por el contrario, siento una extraña paz y entereza de ánimo. La tenue luz de una vela ilumina una diminuta estancia de negras paredes, es como estar en un féretro. La negrura es la ignorancia, el misterio, lo ignoto. Eso es, estoy asistiendo a mi propia muerte simbólica, me lo increpa el espejo-calavera junto a mí. Esa vanitas barroca me invita seductora a indagar sobre el profundo y ambivalente sentido de la re-flexión. A mi derecha, leo algunas inscripcioness sobre el miedo, la curiosidad, … No tengo motivo para marcharme. A la izquierda, en una tumba abierta yacen unos restos ya sin espíritu ni conciencia, otra visión metafórica de propio futuro. Es como si entre tanta tiniebla, una luz mistérica y perdida hubiera rasgado el velo invisible a los ojos de la razón para enfrentar lo imponderable.
Sobre la mesa, un reloj de arena revela la fugacidad del tiempo y recuerda la importancia de aprovechar cada segundo irrecuperable. También veo la Tierra y la Naturaleza en unos tarritos con azufre y otros minerales. La proyección de las sombras en la pared evoca el arquetipo jungiano y el mito de la caverna iniciática platónica, que bien podría ser esta cámara. Pienso en su dualidad alegórica como metáfora del corazón, fuente de fuerza y energía, y también símbolo de la matriz donde se renace a la vida espiritual: de la sombra a luz.
Debo centrarme en el cuestionario. Necesito mis gafas; o tal vez no. Reflexiono sobre mi deuda con Dios, con mis semejantes y conmigo misma para llegar a la conclusión de que las tres me conducen a una respuesta común: el deber de conocer, amar y respetar. De mi testamento destacaré el anhelo utópico de dejar alguna enseñanza significativa. Conocimiento y sabiduría son valiosos legados  para el ser humano.
El silencio absoluto que mantenemos de camino a la ceremonia de iniciación predispone a continuar con los pensamientos y el estado emocional de la cámara de reflexión. Al son de las familiares notas de Mozart y el Nocturno 9 de Chopin, el coche circula por lugares conocidos que extrañamente percibo como irreales y absurdos. Pienso en la etimología de la palabra “iniciación” y su doble significado: por un lado “comienzo” pero también “ir hacia adentro.” Eso es, un viaje interior en busca de verdad y conocimiento para iniciar una nueva vida, un nuevo estado de conciencia. A pesar de la advertencia de Buñuel sobre los peligros de asomarse al interior, mi ánimo es firme.
Unos hermanos nos preparan a los tres profanos -del latín “pro” (delante) y “fanum” (templo)- para la esperada ceremonia. Tal como nos indican, este preámbulo no está exento de significado y en lo sucesivo debemos prestar atención a cada detalle, palabra, acto, intentando entender las claves de su simbología; la semiótica oculta de las formas que encienda alguna luz interior. Nos descubrimos el brazo y torso derecho (en mi caso, por recato femenino, simulado), la pierna y pie izquierdos, mostrando un aspecto lamentable, quedando cual mendigos en señal de pobreza y humildad. Luego sostenemos una soga anudada que no deberemos soltar. Tal vez la cuerda indica que somos reos dispuestos al sacrificio, o quizá simbolice el cordón umbilical que nos advierte sobre el estado de dependencia que aún mantenemos con el mundo profano y del que deberemos desvincularnos. También podría ser alegoría de unión iniciática fraternal. Entramos con los ojos vendados, símbolo de ignorancia o porque de poco sirven los sentidos para la luz de la Sabiduría. En todo momento, nos acompaña y apoya un hermano que entiendo como nuestro guía interior; él responde por nosotros ante el Venerable Maestro.
Tres golpes llaman a la puerta del Templo. “¿Quién va?”, grita potente una voz.
Se nos permite entrar. El silencio se rompe con las preguntas rotundas a las que vamos contestando cuando así nos lo indique el Experto. Pongo mucha atención para atinar en mis respuestas. A continuación, iniciamos un itinerario de situaciones dramatizadas por tres viajes de muy distinta índole y significación simbólica hacia un ejercicio profundo de introspección personal.
El primer viaje transcurre entre zarandeos, agitaciones, giros incesantes y bruscos. Me siento como en medio de un torbellino, mientras recibo sacudidas en el cuerpo. Tropiezo, me golpean las piernas, suena una música estridente y un amenazante trepidar de espadas. Percibo caos, violencia y desorientación. Veo en este viaje la imagen de mi propio laberinto, las luchas de contrarios tanto externas como de mi proceso interior. Hago esfuerzos por corregir los desvíos de mis juicios cegados e intento ver la luz oculta en cada golpe. Es como cabalgar a lomos de un caballo salvaje, sin rumbo, sometida a sus designios. Aguanto, acepto y me dejo llevar confiando en la protección del guía. Estos tropiezos, errores, incertidumbres son los avatares, sinsentidos y temores que he ido dando a ciegas por la vida donde todo transcurre de modo caótico, frenético. ¿Hasta qué punto mi voluntad se articula con mi destino? Para este viaje he necesitado mucho aliento, aire.
El segundo viaje es mucho más placentero. Aunque tengo algún traspiés, transito sin dificultad. Me agrada el armonioso golpear de cinceles y martillos; representa la virtud del trabajo constante, el “desbastar de la piedra bruta” hacia la perfección del templo que es el ser humano. Esa es mi aspiración y compromiso. Me siento acompañada y en algún punto vanidosamente afortunada por participar de este psicodrama. Soy libre y sumisa. ¿Cuál es mi servidumbre? ¿Dónde está mi libertad? Tal vez la clave esté en volver al agua, origen de la vida, plano emocional.
Camino sin obstáculos por el tercer viaje, liberada de las trabas anteriores, sintiendo paz. Es el ciclo final, el culmen de la transmutación. Ya no hay trabas, ni obstáculos, ni tropiezos. El fuego de una llama, luz del conocimiento, pone fin a las tinieblas. Ojalá y esto sea indicio de regeneración y reencuentro con mi esencia íntima. De esta fase destaca un momento que viví con mucha intensidad; fue la revelación de sentir que el objeto real de tanta búsqueda soy yo misma.
A lo largo de los tres viajes he experimentado exigencia extrema ante las preguntas del Venerable Maestro, concesiones inimaginables al dar mi sangre y aceptar el sello a fuego, confusión sobre un óbolo para la viuda, sometimiento al llevar siempre agarrada una soga, reserva al tener que beber a ciegas trago amargo, trago dulce… Todas ellas han supuesto para mí importantes ejercicios de superación y conocimiento. Abandono el lugar pensando en la cita de Paul Eluard “Hay otros mundos, pero están en éste”.
Salimos los tres neófitos aturdidos y renovados para adecentar nuestro aspecto. Dejamos de ser mendigos y nos envestimos el “traje de faena” del obrero masón con el mandil y los guantes, blancos y sin adornos. Me siento distinta y firme en mi voluntad y entrega para cumplir con el trabajo que me sea asignado dentro de la Logia.
Entramos de nuevo a ciegas en el templo. Me quito la venda de los ojos y frente a mí, muy cerca, asisto atónita al desconcertante espectáculo de rictus serios y espadas en horizontal apuntando a mi pecho que presentan los hermanos formalmente vestidos, dispuestos en semicírculo. Intento recorrerlos con la mirada estupefacta aunque despojada de miedo, mientras escucho atenta las palabras del Venerable Maestro “Estas espadas que os señalan servirán para atacaros en caso de traición y para defenderos en necesidad de auxilio”. Esta impactante imagen de espadas a favor y en contra ha dejado en mí una impronta imborrable.
Me conmuevo ante tanta solemnidad y me preparo para intentar descifrar la semiótica oculta en la liturgia de las formas. Vivo el acto del juramento con gran emoción y seriedad, consciente de su importancia y fascinada por la carga simbólica de su contenido. Siento un gran compromiso.
Sigo observando asombrada todo a mi alrededor mientras intento asimilar las primeras lecciones sobre los gestos (señal sobre el cuello, saludo entre hermanos, tres pasos en escuadra), los símbolos (escuadra, compás, piedra bruta, mallete, libro sagrado), sitios a ocupar, posición de la baveta del mandil, fórmulas discursivas (¡En pie y al orden!), revelación de la palabra sagrada cuya suma de valores numéricos resulta ser equivalente a la Unidad, la bolsa de la viuda, la voz escocesa ¡huzze! tres veces repetida con el brazo derecho extendido, las columnas J y B, las tres luces en los pilares de la Sabiduría, la Fuerza y la Belleza, las invocaciones de clausura sobre la Paz, el Amor y la Alegría, y un largo etcétera que ya todos conocéis perfectamente.
Si lo menciono es para constatar que todo ello ha sido para mí un fascinante descubrimiento, una rica fuente de sustancial significación.
Muy emotivas fueron las palabras que el Hermano Orador dedicó a los tres iniciados en su elaborado discurso preñado de belleza, exquisita oratoria y sensibilidad. Entenderéis que me sintiera especialmente conmovida al escuchar las dirigidas a mí.
Prosigue la tenida con los puntos del orden del día. Los hermanos intervienen ordenadamente. Me cuesta creer que ya formo parte de esta Orden. Al final, realizamos la cadena de unión como símbolo de fraternidad ecuménica. Me siento privilegiada y feliz.
QQ.•. HH.•., permitidme concluir expresando mi inmenso agradecimiento por haberme concedido tan inolvidable ceremonia, por vuestra cálida acogida y por escucharme estoicamente. Con esta primera plancha he querido compartir con vosotros las sensaciones, pensamientos y emociones de mi iniciación, pero, como en aquel poema colombiano3, “quise regalaros un bosque y tan solo os pude traer unas semillas.” Os he hablado desde la verdad, el corazón y la bisoña ingenuidad del principiante con la mejor voluntad de hacer un trabajo digno de vosotros.
Ahora os debo una confesión: lo que habéis oído aquí han sido pinceladas de memoria, destellos fugaces del subconsciente que se han topado tenazmente con los límites del lenguaje y mi torpeza expresiva. La verdadera revelación es que para mí la ceremonia de iniciación ha sido una fuerte experiencia psicológica y espiritual de naturaleza incomunicable. Y ante esto, no me queda más que aceptar la rendición y admitir que, si bien la conceptualización comunicativa de dicho acontecimiento tal vez pueda resultar un enriquecedor ejercicio de reflexión y práctica narrativa, jamás podrá equivaler -ni mucho menos equipararse- a la propia vivencia de lo íntimo, lo trascendental, lo innombrable… Lo Secreto.
He dicho, V.•.M.•.